jueves, marzo 08, 2012

Descubramos a Grigoróvich



Luego de algunos días de ausencia, vuelvo de a pocos al blog. Y quiero hacerlo por medio de un libro que recomiendo con lo que resta de mí, puesto que la lectura de Memorias literarias de Dmitri Grigoróvich ha sido una de las más gratificantes desde que empecé este 2012.

Una amiga lectora me venía hablando de las publicaciones de Nevsky Prospects, tanto era su entusiasmo por los títulos de esta editorial española, que me animé por fin a escoger uno de sus libros. La suerte y el azar permitieron que me acercara a las páginas de este genial autor ruso del que estoy seguro poco o nada sabemos. No me sorprende. La narrativa rusa del siglo XIX nos ha brindado tamañas plumas, que no es novedad que estas hayan eclipsado a otras que merecían una similar atención.

Si Grigoróvich hubiera nacido en otra época, ahora estaríamos hablando de una de las voces más importantes de la tradición narrativa rusa, tal y como lo anota Andrés Santana Arribas en el prólogo de Memorias literarias. Según él, nuestro autor no solo fue un grande, sino también un testigo privilegiado de la gestación de no pocos proyectos literarios de sus amigos y conocidos, como Dostoievski, Turguéniev, Belinkski, Goncharov y Chéjov, entre varios más. Vivió el día el día de la etapa más maravillosa de la literatura rusa, fue uno de sus principales impulsores y si hoy en día disfrutamos de obras maestras de dicha tradición, se debe pues al coraje que este le insufló a sus compañeros de generación para que siguieran en el proceso de sus poéticas.

Leer estas memorias me permitió acercarme a un alma noble, a un hermano de Monterroso, para quien resultaba más importante la literatura como fin que alcanzar a como dé lugar la propia gloria. Nuestro escritor no sufría de egotitis, no se dejaba quemar por los sentimientos menores tan vistos en nuestras dachas literarias. Pero lo que recordaré con gratitud es la manera como lleva a cabo las disecciones de las sensibilidades de sus amigos generacionales, llevándonos, por ejemplo, a los callejones oscuros de Dostoievski y a las inseguridades de Chéjov, a los que trata con cariño y crítica, sin dejar de reconocer ese gran toque mágico que destilaban al escribir. Estas memorias nos introducen en una época rusa signada por la sangre y la grandeza, a los recovecos emocionales que los narradores rusos debían afrontar, como el hecho de tener que escribir una novela que lo abarqué todo, en la que hasta el personaje más nimio debía gozar de una atención tan importante como la depositada en los protagonistas axiales, deslizando, de esta manera, la teoría, patentizada de sobra décadas después, sobre la importancia capital de la configuración del personaje, muy por encima de la trama y el estilo. Teoría a todas luces discutible hoy en día, cuando la forma lo es prácticamente todo en ficción narrativa. Lo que suma a favor del ruso, en este aspecto, es lo aplastante que puede llegar a ser la tradición que defiende y enarbola, ejemplos (obras maestras) le sobran para callar desde la tumba a los defensores y publicistas del estilo y la forma.

Resulta estimulante leer entre líneas a Grigoróvich, es en lo que no dice y sugiere en donde radica la fuerza de estas memorias que son un canto desinteresado y entregado a un oficio tan duro y peligroso como el literario, en el que sobreviven los que persisten.

“Finalmente, quiero expresar mi sentimiento de profunda gratitud a la Divina Providencia por haberme encaminado desde mi juventud a las tareas literarias. El amor a la literatura ha sido mi ángel de la guarda, me enseñó a trabajar y a menudo ha actuado como el mejor remedio para prevenirme de peligrosas tentaciones; solo a ella, en definitiva, le debo una parte de esa verdadera felicidad que he experimentado en la vida.”

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