miércoles, junio 26, 2013
martes, junio 25, 2013
"El invierno en Lisboa"
Lecturas de madrugada
10 – Lee por gusto/Perú 21
…
Siempre me ha
interesado el rock. Escucho rock todo el día. Con los años he centrado mi gusto
en el rock setentero, al que pertenecen los mejores discos que guardo en el
alma y en la cabeza, como el Animals
de Pink Floyd, Marquee Moon de
Television, Selling England By The Pound
de Genesis. En fin.
Sin embargo, hubo una
época en que fui atrapado por la cadencia y los ritmos tanáticos/vitales del
jazz. Las tonadas a medianoche que uno podía escuchar en los bares de los arcos
de la Plaza San Martín, en el programa radial de Jesús Ruiz Durand, quizá en
una novela de Boris Vian, o en las películas de Sidney Lumet. Lo que sea y como
haya sido, no me interesa saberlo porque lo real, lo que interesa, es que
paulatinamente me puse a escuchar jazz, únicamente jazz, solo jazz durante un
par de largos e intensos años.
De alguna manera, el
mundo que proyectaba el jazz era el que, creía yo, estaba viviendo. Me
encontraba pues en una crisis existencial, los demonios no podían replegarse
con la furia y la cadencia del rock, tenía que hacerlo de otra manera, con una
música un tanto más cadenciosa, pero no por ello menos salvaje, en la que se
diera rienda suelta, sobre todo, a la improvisación y se viviera aquello que
solo los persistentes encuentran en la llamada “Nota azul”. Por otra parte,
había armado un plan de lecturas de novelas negras y policiales. Mi lista la
conformaban los maestros, muchos de ellos provenientes de las series de
bolsillo de The Black Mask. Me atraía
pues el estilo cortante, punzante, que no solo llegaban a genuinas cumbres en
las narraciones, sino en los diálogos que podían llegar a ser toda una
revelación.
Como dije, escuchaba
únicamente jazz. Y de los géneros y ritmos del jazz, mis preferencias se ubican
por naturaleza en el Bebop.
Frecuentaba mucho el centro de Lima, aquel centro en donde se estaba haciendo
costumbre ver las primeras manifestaciones juveniles contra los afanes
fujimoristas de perpetuación en el poder. Solo había que cruzar la Plaza San
Martín para toparse con cientos de jóvenes que en el desorden natural y
hormonal de la edad, planeaban las marchas que no necesariamente tenían una
logística coherente, pero al menos se hacía algo y eso era lo que a fin de
cuenta tenía importancia. Solía cruzar esa plaza todos los días, a distintas
horas. Fue en una noche de neblina en que me topé con un señor que,
aprovechando la formación de islotes humanos, vendía libros en el suelo. Me
acerqué y me puse a ver lo que ofrecía. En mi cabeza el imperecedero “Round Midnight”
de Thelonious Monk. Más de un título era digno candidato a ser ubicado en las
bibliotecas de los espantos, pero hubo uno que se diferenciaba, estaba debajo
de un bodrio, un libraco aprista. En su portada unos músicos de jazz. Abrí el
libro y esto fue lo que leí:
“Habían pasado casi dos
años desde la última vez que vi a Santiago Biralbo, pero cuando volví a
encontrarme con él, a medianoche, en la barra del Metropolitano, hubo en
nuestro mutuo saludo la misma falta de énfasis que si hubiéramos estado
bebiendo juntos la noche anterior, no en Madrid, sino en San Sebastián, en el
bar de Floro Bloom, donde él había estado tocando durante una larga temporada”.
El autor: el español
Antonio Muñoz Molina. El libro: la novela El
invierno en Lisboa (Seix Barral, 1987).
Obviamente, lo compré
en el acto. Y lo leí esa noche.
Al cerrarlo, me encontraba
sudando, como si hubiese estado quemando toda la grasa del sobrepeso. Lo había
terminado a las horas (en esos años podía leer hasta dos libros por día, y
extraño no tener ese despliegue de energías ahora). Y de algo no tuve dudas,
esa novela me acompañaría por mucho tiempo y lo que he hecho cada vez que he
podido no es otra cosa que, aparte de releerla, recomendarla.
En lo personal, esta
novela daba cuenta de lo que escuchaba y leía. Me gustaba y sigue gustando
gracias al lenguaje del que hace uso el autor. Un lenguaje no recurrente en el
registro policial. Podríamos hablar de uno poético, no asociado al lirismo
seco, sino simplemente poético, que saca a la novela de lo policial, llevándola
más allá del género y convirtiéndola en un mosaico de la incoherencia del
comportamiento humano.
Sea en San Sebastián,
Madrid y Lisboa, Santiago Biralbo y Lucrecia viven una pasión que solo puede
ser enriquecida por los peligros de la noche y los personajes que esta pueda
traer cuando se supone que ya nada más puede ocurrir. Estamos ante una historia
de amor en un policial, narrada por un testigo, víctima también del vértigo de la
noche, vértigo que sin desearlo le obliga a realizar ligeras pero sustanciales
variaciones a lo que va narrando, siendo en más de un tramo sumamente incoherente,
pero es precisamente en esa falta de lógica que tenemos en primer plano lo
irracional que puede llegar a ser una pasión. Biralbo y Lucrecia se ven
complementados por un personaje secundario, inspirado en el siempre recordado, lamentablemente
más mentado que escuchado, trompetista gringo Chet Baker, Billy Swann, cuya
adicción por la heroína es equiparable a su amor por el jazz. Swann es el
personaje que no quieren ayudar, pero que ayudan con devota compasión, un genio
perdido en las oscuras esquinas del alma, un genio por el que los protagonistas
agravan aún más su relación. El narrador testigo llega a la conclusión de que
sus amigos no tienen la más mínima redención, no interesa cuántos golpes y litros
de sangre puedan correr, al punto que el robo de un cuadro de Cézanne, hecho
que inserta la novela en el policial, queda en un justo segundo o tercer plano; lo que a él le importa, por sobre todas las
cosas, es relatar y redimirse de esta manera en los caprichos del recuerdo.
jueves, junio 20, 2013
lunes, junio 17, 2013
No escribe, cincela
Publicado en El último
lector – Lee por gusto, Perú 21
…
Empecemos:
Otras
disquisiciones (Lápix Editores, 2012), del reconocido
periodista Víctor Hurtado, es una publicación esencial,
digamos un libro fascinante, un digno expatriado de la sección Chauchilla que
toda biblioteca, así se precie de exquisita y ecléctica, no es libre de tener.
Se trata de uno que hay que tener a la mano, pero no cerca, su uso se justifica
una vez se hayan agotado todas nuestras referencias bibliográficas previas.
Aquí hay seriedad, pero también mucho relajo. Aquí no hay información, sino
estilo del bueno. Hay sabiduría, pero ante todo ironía.
Basta leer un par de
líneas para llegar a la certeza de que el autor ha leído y lee, al punto que podríamos
especular que le es imposible ver la vida sino es por medio de la lectura. A
esto podríamos añadir una patente sensibilidad de cascarrabias y un jodiente
ánimo festivo. Hurtado eleva la fugacidad del texto periodístico a un nivel literario
que se agradece. Algo así no veía desde Mal
menor de Jaime Bedoya.
La presente selección
de artículos y ensayos fueron publicados en diarios y revistas de Costa Rica,
en donde el autor reside desde hace muchos años. A medida que los leía,
pensaba, barajaba la idea, primero a manera de especulación, sobre la
continuidad de este tipo de textos en la prensa peruana, principalmente en el
periodismo de opinión. Leía, pasaba páginas y en principio dije que sí, a lo
mejor llevado por un incierto entusiasmo, pero luego acepté la realidad, que
no. Esta clase de textos no tienen lugar en nuestra prensa, y si tuvieran un
nicho, su publicación sería esporádica, a lo mucho tres en un semestre.
Basta ver nuestra
cartera de columnistas, la mayoría de los mismos obligados a usar un lenguaje
funcional, porque eso es lo que exige en teoría el discurso periodístico. En
esta cartera, sumemos también a uno que otro blogger, podemos encontrar a no
pocos escritores, para quienes su práctica significa un partido de
entrenamiento (o en todo caso, una pichanga), o sea, un descanso de las
hechuras mayores, de esos proyectos narrativos llamados a cambiar el devenir de
nuestra patética actualidad literaria. En apariencia, el periodismo frente a la
literatura, es, por donde se le mire, un oficio menor.
Por otra parte, y quien
lo niegue es porque es un habitante de Saturno, una columna de opinión es una
tribuna de autopromoción, en especial para las plumas de cierto reconocimiento,
atados a la obligación de presentar cualquier libro, sea el mamarracho que sea,
cada dos años; estos espacios les ayuda a no desaparecer del todo ante el
pueblo letrado. Están ahí sin estar, y eso es lo que les importa. Más de uno
anhela sus centímetros cuadrados. Allí está el poder. El periodismo como medio,
no como fin. He leído y leo los artículos de más de un destacado narrador local
en diarios, pero pocos, realmente pocos textos, van a quedar. La mayoría de esos
artículos mueren a las horas, sufren un letal envejecimiento prematuro. Solo
los capos pueden inyectar chispazos literarios en este mentado discurso
funcional. Se puede y para hacerlo hay que tener maña, tal y como lo hizo
Fernando Ampuero con Viaje de ida.
Es por ello que Hurtado
sorprende. Aunque no debería sorprender. Más de uno aún guarda en la memoria
lectora Pago de letras, pero esta
nueva publicación la supera en todo sentido. Vemos a un Hurtado más universal,
por decirlo de algún modo; ambicioso, y debido a esa ambición constatamos su
alcance, como también sus falencias, falencias no ligadas al defecto, por
cierto.
Si estuviéramos en un
partido de fulbito, Hurtado haría diabluras. Su prosa y su mirada ingeniosa, ni
hablar de su tendencia natural a la adjetivación, y si esta es zahiriente,
tanto mejor, hacen de él un 10 a la antigua, preocupado en las huachitas y los
autopases, siempre atento, pero sin prestar atención, al aplauso de la platea,
que sin duda lo aplaude, porque debido a su capacidad para los vericuetos
verbales, puede convertir el tópico más anodino en uno para recordar,
brindarnos otra mirada de los grandes clásicos de la literatura, de cómo es que
se debe leer en estos tiempos de prisas, de lo difícil que es ser uno mismo en
el baile de máscaras en que vivimos. Pues bien, en estas páginas también hay un
risueño mensaje subliminal que las recorre: leamos y no seamos estúpidos es su
consigna, su cruzada personal.
Pero las siete
secciones de OD pueden llegar a
cansar. 391 páginas en total. A todos nos gusta el ingenio, las huachitas, los
autopases, o lo que el talento pueda generar, pero en el exhibicionismo se
pierde demasiada esencia. Debió haber una selección y no una recopilación.
Tanto muestreo estilístico hizo que terminara extenuado y un tanto amargado de
la vida. Este libro hay que disfrutarlo como el vino, beberlo de a pocos; no
asumirlo como un vaso de chela. Este trago es otra cosa, una experiencia que
debemos conocer, pero no en un solo viaje, sino en visitas espaciadas.
miércoles, junio 12, 2013
martes, junio 11, 2013
"Manguera"
Novena entrega para
Lecturas de Madrugada – Lee por Gusto, Perú 21.
…
Si me preguntan por
algún olvidado gran narrador peruano, yo no lo pienso dos veces. Porque la
respuesta no sería uno, sino dos. Este par proviene de las canteras del
periodismo, uno mucho más prolífico que el otro, pero ambos grandes entre
grandes, que deberían ser desde ya referentes ineludibles.
Jorge Salazar (1940 –
2008) y Guillermo Thorndike (1940 – 2009), señores.
Quien se precie de
conocedor de la narrativa peruana contemporánea y no conozca la obra de estos titanes,
caería sin más en un serio entredicho. Claro, no faltarán los idiotas que digan
que no deberíamos incluirlos en el ámbito literario porque lo suyo fue
sencillamente la práctica periodística. No me sorprende. Aún hay dizque sensibilidades
que leen bajo parámetros caducos, a quienes les importa ubicarse bien entre los
límites de lo real y la ficción. Estos parámetros, sencillamente, imposibilitan
el goce de la literatura, ¿o es que la literatura tiene que ser solo ficción?
Al respecto, lo mejor sería explicarlo de la siguiente manera: si un hombre y
una mujer se encuentran teniendo el mejor sexo de sus vidas y lo único que
desean es que este encuentro sexual no termine, sino que se extienda todo lo
posible, de seguro no perderían el tiempo preguntándose por la marca del reloj
y la calidad del collar que usan. Lo mismo pasa con la ficción y la no ficción.
Si te gusta lo que lees, si te estremece lo que lees, si te incomoda lo que
lees, si te saca la mierda lo que lees… No lo dudes: estás leyendo literatura.
Pues bien, quedemos,
por ahora, en la figura de Thorndike. El solo hecho de nombrarlo nos remite a
uno de los más grandes nombres de la crónica en castellano. Por ejemplo, junto
a Operación masacre de Rodolfo Walsh,
El caso Banchero es una de las
piedras angulares de la tradición de la literatura de no ficción. A veces me
sorprende que se lea más A sangre fría
de Capote que estos títulos de Walsh y Thorndike.
Años atrás decidí leer
y releer todo Thorndike. Hice un plan de lectura de su obra y le dediqué todo
el verano del 2006, pero por más esfuerzo que hice no pude completar la tarea
de aquel “Verano Thorndike”. Obviamente, alguien que publicó tanto como él, no
quedó libre de entregas irregulares, como el olvidable El hermanón.
No sé cuánto tiempo
tenga que pasar para valorarlo en justa medida. A lo mejor demore más de la
cuenta, lo cual es una lástima, puesto que es uno de los contados escritores
peruanos que sí pudo mantener un proyecto narrativo coherente. Pues sí, fue un
escritor coherente y es con este Thorndike con el que nos debemos quedar. No
con el Thorndike hueleguiso, no con el Thorndike adulador sin reparos, mucho
menos con ese Thorndike que hacía gala de una vergonzante carencia de ética que
le hizo abrazar los más sucios intereses del poder político.
Las cosas claras: Thorndike
tenía un gran ojo para el periodismo. Revisemos los diarios y suplementos que
editó en los setenta, que no es más que una duro puntapié al periodismo
cultural y de investigación que se hace hoy en día. Uno lee esos diarios y
suplementos y ve que está ante periodistas; uno lee los diarios y suplementos
de ahora y uno no sabe ante qué se encuentra. Este escritor poesía un
envidiable talento natural. Pero como acabo de señalar, Thorndike no tenía
ética y el periodismo sin ética es lo mismo que nada.
Por el momento, la obra
de Thorndike recibe un reconocimiento silente. Su discutida imagen se impone a
la valoración de su obra. Y más de uno aún recuerda las duras palabras que
Vargas Llosa le propinó en El pez en el
agua. Marito quiso desaparecerlo y por poco lo logra.
Para admirar a
Thorndike, hay que hacer un esfuerzo de objetividad. No queda otra.
De cuando en cuando,
Thorndike le pedía mínimas licencias a la ficción. Sin estas licencias, que le
ayudaban a dotar de mayor verosimilitud un hecho real, no hubiera escrito un
pequeño libro que, aparte de ser en esencia una delicia, a lo mejor sea el
mayor aporte del autor a la historia del fútbol peruano, Manguera (1975).
Los que hemos vivido
nuestros años adolescentes en el primer lustro de los noventa, sabemos que no
fueron muy propicios para los blanquiazules. En este sentido, no tengo reparo
alguno en admitirlo: no tuve plenitud futbolera porque nunca vi a Alianza Lima
campeonar en los años que se supone tenía que verlo campeón. Sin embargo, jamás
me arrepentí de ser azul y blanco, ni puse en tela de juicio mi abandono de la
crema, abandono que llevé a cabo a los doce años, cansado pues de ser parte del
ritual familiar.
Pues bien, ¿por qué ser
hincha de un club que representa todo lo que detesto? No hay que ser adivino.
Alianza Lima es también la cultura de la criollada, la viveza, la pichanga y la
informalidad. Un ejemplo insoslayable: la historia deportiva peruana consigna
que el vestuario blanquiazul es el más difícil de todos. El más jodido. El más
traidor. O como bien se ha dicho, Alianza Lima es la metáfora de las taras
peruanas. No hay que escandalizarnos con estas verdades, porque estas verdades
son lo que hacen de Alianza Lima el club más grande de Perú. Revisemos sus
campañas, sus campeonatos, sus tragedias, las vidas de sus jugadores más
representativos…
No sé si Thorndike era
hincha de Alianza Lima. En realidad no interesa si lo fue o no. Él era un
escritor que buscaba historias, o sea, personajes. Manguera es pues la recreación de la vida del mayor ídolo del club,
Alejandro Villanueva. Qué gran personaje Villanueva. Especulo sobre las otras
opciones que Thorndike haya podido tener. A lo mejor Valeriano López del Boys.
Ni hablar de Lolo Fernández, a quien los hinchas cremas han pintado como santo,
capaz Lolo nunca se emborrachó, jamás salió de putas y seguramente murió casto.
Lolo Fernández es la perfección, el ejemplo, la virtud, ergo: el aburrimiento
para cualquier proyecto narrativo. Los personajes sosos no sirven para la
narrativa, pues. Entre una biografía novelada entre Teófilo Cubillas y Hugo
Sotil, yo prefiero la del “Cholo”, sin duda.
Busqué el libro por
buen tiempo. Sabía que Mosca Azul lo tenía en su catálogo. Es que buscaba Manguera, como tal. Pues bien, no
recuerdo la fecha, pero sí sé que fue a fines de 1999 cuando conseguí El revés de morir (Mosca Azul, 1978), en
donde encontré seis textos, de los que llamaron mi atención el homónimo que
titulaba la publicación, toda una joya de arte poética, y el primero:
“Manguera”, que leí en un par de horas de una tarde dominguera y lo volví a
releer en la madrugada. Literalmente devoré el extenso relato, lo devoré bajo
la mirada del hincha, desde la más caprichosa subjetividad.
En “Manguera” no solo
se habla de Alejandro Villanueva. No. Aquí desfilan las glorias aliancistas:
Juan Valdivieso, Alberto Moncada, José María Lavalle, Adelfo Magallanes, José
Montellanos, Julio Iturrizaga, Kochoy Sarmiento. Aquí están en detalle las
legendarias broncas que cimentaron la rivalidad con Universitario de Deportes.
Los clásicos, las goleadas, hazañas como las Olimpiadas de Berlín 1936 y el
llanto de la derrota. Gracias a la pluma del “gordo” somos partícipes de la
historia íntima, es tan convincente que podemos saborear el ají de gallina, la
carapulcra, la chicha, los panes con huevo; reírnos de la mojigatería de las
mujeres bien; hasta nos asqueamos con la pestilencia de las medias, que no se
cambiaba nunca, de Magallanes.
La gloria y la caída de
Villanueva. El negro lo tenía todo. Fuerza. Talento. Olfato goleador. Voz de
mando. Pero a Villanueva también le gustaba la noche y todo lo que ella le
pudiera deparar, es decir, el alcohol, el baile, en especial las mujeres que lo
veían como un semental, un irresistible símbolo sexual. Villanueva pudo ser el
mayor jugador peruano de todos los tiempos, pero no le dio la gana. Creía que
el fútbol sería para siempre y en esa idea no hizo otra cosa que destrozar su
cuerpo. Por eso murió pobre y olvidado, como los grandes.