domingo, septiembre 17, 2017

la voz de dfw

En la narrativa contemporánea tenemos dos referentes ineludibles para las últimas generaciones de lectores y escritores. Se entiende que su valor literario sustenta la señalada referencialidad, pero en el caso de ambos no es garantía de radiación (hay algo más). Hablamos de autores que ejercen un hechizo más allá de la experiencia de la lectura. Por eso, las inquietudes se imponen: ¿cómo llegaron a convertirse en focos de atracción cultural?, ¿por qué nos topamos con muchas personas que los admiran sin necesidad de haberlos leído?, ¿por qué más de un escritor los imita, sin importarles quedar a vista de la platea como parodias de una postura que, por su naturaleza forzada, deviene en caricatura? Se discute y se ha escrito mucho sobre esta radiación, de la que se viene encontrando un inicial consenso en cuanto al espíritu pop que identifica a estas poéticas.
Lo cierto es que Roberto Bolaño (1953 – 2003) y David Foster Wallace (1962 – 2008) se han convertido en noticia a razón de su radiactividad. Cualquier dato que aparezca sobre ellos, así sea inane, termina adquiriendo una relevancia que pone a trabajar a la prensa cultural. La situación se potencia ante la aparición de un libro póstumo. Cuando es así, la maquinaria editorial despliega el poderío de su logística promocional, que no necesariamente nos asegura la calidad literaria del producto presentado, pensemos al respecto en El futuro de la ciencia ficción de Bolaño, novela menor por donde se mire, pero que colma las expectativas de los seguidores del chileno.
Habría que preguntarnos por el cuidado de la obra póstuma de estos autores. En mi opinión, la del estadounidense está más protegida de los intereses comerciales. Mientras tanto, sus lectores haríamos bien en leer lo mejor que se ha escrito sobre ellos. De lo publicado, pienso en el ensayo Excepción Bolaño de Francisco Carrillo, en Bolaño Salvaje de Edmundo Paz Soldán y Gustavo Faverón, también en Todas las historias de amor son historias de fantasmas, la biografía de DFW a cargo de D. T. Max, y Conversaciones con DFW de Stephen J. Burn.
A este selecto grupo sumemos Aunque por supuesto terminas siendo tú mismo. Un viaje con David Foster Wallace (Pálido Fuego, 2017 / Traducción de José Luis Amores) del periodista y escritor norteamericano David Lipsky. Seguramente, más de un lector, o interesado, se dejará llevar por la adaptación del libro que hizo James Ponsoldt en The end of the tour (2015), lo que nos obliga a manifestar nuestra verdad: la película como tal es malísima, aburrida, estereotipada, además, recoge muy poco el espíritu del libro que la inspira.
Dicho esto, señalemos que estamos ante un documento literario. Lipsky, siendo un joven periodista de Rolling Stone, entrevistó en 1996 a DFW durante el tramo final de la gira promocional de La broma infinita, novela que lo consagró como el escritor más importante de su generación. Se suponía que Lipsky haría un extenso reportaje de aquel encuentro con la estrella literaria del momento, pero esta no vio la luz. Más bien, los audios de sus conversas con DFW estuvieron guardados por años y su publicación en formato de libro obedeció a la fiebre que suscitaba la leyenda dejada por el escritor tras su muerte.
Lipsky, en onda con la escuela reporteril de RS, nos entrega más que una semblanza: un viaje al vientre de la ballena. Cuando se le encomendó la comisión, Lipsky sabía de la fama que corría sobre su entrevistado, de entre todas las señas recogidas, una se erigía como el lastre mayor: la involuntaria capacidad de DFW para absorber a las personas. Advertido sobre ello, el periodista supo que poco o nada obtenía si lo abordaba partiendo de su condición de escritor. Si algo había que hacer en pos del éxito de la empresa,  en la que conviviría con la estrella, esta no era otra que apostar por la naturalidad, de la que somos testigos en el primer contacto visual entre el periodista y el escritor. DFW sabe a lo que se enfrenta y no duda en pedirle que no tome en cuenta lo que declara: “necesitas saber que cualquier cosa que cinco minutos más tarde te pida que no la pongas, no vas a ponerla”. Lo que parece una suerte de orden, no es más que una muestra de la fatiga que el autor venía sufriendo tras semanas de viajes promocionales. Lipsky entiende el mensaje y su estrategia inicial no puede sino ser más que privilegiada: comienza a preguntarle por la situación en la que se encuentra con sus vecinos de barrio, de cómo se siente que ellos estén ante un escritor que es visto como una estrella de rock. En otras palabras, el periodista ejecuta su plan aprovechando el hartazgo de DFW, puesto que si hay algo que desea con todas sus fuerzas, es precisamente finalizar de una vez la promoción de LBI. DFW no tiene salida, no estará ante una entrevista, sino ante alguien que vivirá y viajará con él durante cinco días. DFW claudica, las pocas fuerzas que tiene no las va a invertir en Lipsky, lo que le genera alivio y, por lo tanto, una soltura discursiva que le permite explayarse en todos los tópicos que le propone el periodista.
Aunque por momentos la estrella se percata de que está ante una entrevista en la que cada concepto podría ser usado como elemento del reportaje, se deja llevar por Lipsky, quien aprovecha ese privilegio que le depara la vulnerabilidad anímica del autor. Gracias a ello, somos testigos de fobias, frustraciones frívolas (al menos, ante tanta atención de los medios, alguna fan se iría a la cama con él), de su admiración por escritores tan disimiles como Stephen King y William T. Vollmann, sobre su intención de escribir sin dejar de ser complejo en la escritura y de esta manera llegar a la mayor cantidad de lectores, del mismo modo desmitifica señas de identidad que enloquecen a sus seguidores, a saber, el uso de la bandana, etc. Nuestro autor habla de sus intentos de suicidio, datos que el periodista usa con inteligencia, ya que no incide en la truculencia del detalle, sino en la contundencia del silencio de DFW.
Se ha indicado que este libro podría leerse como una obra de teatro. Pero no entendamos tal característica como una puesta en escena en la que cada quien habla sabiendo que lo expuesto será apreciado por otros. Tal relación se ajusta a su dimensión dialógica que se nutre de la generosidad emocional e intelectiva, y por momentos moral, que nos recuerda en parte a otro clásico de la conversa: El mundo según Hitchcock de Francois Truffaut. En otras palabras: Lipsky nos pone en carpeta la voz de DFW, una oralidad cotidiana sin afeites, ni poses de autor en insoportable manifestación de inteligencia y cultura. DFW, aunque no lo dice, se asume como un gran escritor, pero poco o nada le sirve presentarse como tal (no piensa en estrategias para afianzar su posicionamiento), puesto que su mundo es otro, más complejo y jodido.
No exageraría si destaco el presente libro como uno de los mayores títulos que pasan revista a la vida y obra de  DFW. Sus páginas reflejan su ética creativa, la misma que los lectores del norteamericano intuyen y que aquellos aún no lo leen van a reconocer.

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En SB

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